Si quieres conocer la ágil pluma de la escritora Eva Débia, te invitamos a leer el cuento «Lavanda y Colonia Inglesa», primer relato del libro «Cuando el Ángel pase lista».
LAVANDA Y COLONIA INGLESA
Eva Débia (de «Cuando el Ángel pase lista»)
Al dolor del corte siguieron la tibieza y el escozor de la sangre corriendo como un afluente pegajoso por su sien. Ximena se tocó la frente y sintió que el espacio se achicaba peligrosamente. Recordó lo que la terapeuta le dijo: “cuando venga una crisis enfócate en la respiración”. Cerró los ojos y a tientas buscó en el bolso pañuelitos; justo hoy no los había echado en la cartera. “Por la cresta”. Le puso gotas de colonia a una servilleta usada que encontró en un bolsillo de su chaqueta y presionó sobre la herida.
La puerta la recordaba más grande; de allí el golpe en la cabeza por el mal cálculo. El postigo aún tenía sobre la madera pintada de blanco el afiche de Pablito Ruiz tomado de una página extra grande publicada en la revista TV Grama con el especial de febrero del ‘86. Al otro lado había una foto de Luis Miguel; no había tenido dificultad para decidir cómo decoraría su pieza de veraneo. Esta era una buhardilla especialmente adaptada para ella, la regalona de la abuela viuda que mantenía sola una casona campestre apenas a cinco cuadras de la plaza y, por ende, de la iglesia.
La ventana del pequeño espacio mantenía esa cenefa de género rococó que tanta risa le daba porque era una cuna permanente de arañas y otros bichos contra los que su abuela batallaba a diario. El crucifijo sobre la cabecera de la cama, de madera de cerezo, reflejaba la imagen gótica de un hombre en los huesos una expresión de viva tortura que la hacía tener pesadillas.
Ese verano del ’86, a los 11 años, había sido la última vez que estuvo en la casona de Santa Cruz. La casa de su abuela fue un remanso anhelado durante toda su infancia: la anciana era una tremenda cocinera, y ella podía pasar horas bajo el parrón contando abejas, desollando porotos granados o deshojando margaritas.
Doña Dorita era la encargada de mantener las pilchas parroquiales en perfecto orden y limpieza; el extraño privilegio de lavar las prendas públicas y privadas al cura del pueblo le daba un estatus dentro de la sociedad santacrucina, sobre todo entre las pechoñas feligresas de la concurrida congregación. El pastor era un hombre pálido y ojeroso con sonsonete adormecedor, y era respetado en la zona por su severidad moral e innegables capacidades oratorias. Almorzaba en casa de la viuda todos los lunes, cuando excepcionalmente se ponía la mesa en el comedor oficial con los servicios de plata y la loza de porcelana.
Ximena siempre detestó al pastor. Le tenía miedo, pero a sus 45 años no conseguía atar los cabos sueltos que justificaran tamaña animadversión; tal vez se debía a que jamás le vio una sonrisa, o a que la devoción de su abuelita hacia ella se veía eclipsada con la aparición de este hombrón de riguroso traje negro y manos enormes. Cuando supo que demolerían la casa debido a los daños estructurales sufridos por el último terremoto decidió supervisar el proceso personalmente; era la mejor manera de vender el terreno, limpio de escombros y paredes viejas. Ahora que la situación del país estaba tan inestable, el dinero le serviría para partir de cero en Europa, donde siempre había soñado vivir.
El patio de luz mantenía los visos cargados con volutas de polen y enjambres de insectos minúsculos. La gruta de la Virgen del Carmen, que la anciana mantenía impecable en sus años de bonanza, había sido devorada por indómitos rosales llenos de flores resecas y espinas feroces. La hierba había consumido gran parte del patio, inundando pasillos y corredores como si una marejada de vida porfiara por mantener a flote el caserón en inminente naufragio. El parrón ya no existía y la cocina era un desastre; el piso de damero estaba lleno de caca de ratón y al olor nauseabundo de orines de rata se sumaba la fruta podrida acuñada en el mesón central, coronado por un enjambre de moscas.
La herida comenzó a punzar; el zumbido y la fetidez marearon a Ximena, que entrecerró los ojos para aclarar las formas que se mezclaban en el contraluz. Tuvo que salir del espacio con la boca seca y la nuca adormecida por la tétrica certeza de que la podredumbre se había movido como si fuese un animal moribundo sobre la mesa.
Llegó al baño buscando agua sin éxito. La habitación principal estaba junto al parador de la entrada y mantenía ese olor profundo de vejez pese a la ausencia por más de una década de la dueña de casa. Ximena inspiró con dificultad y percibió esa mezcla de lavanda, naftalina y colonia inglesa tan propia de los abrazos de su abuela. El espejo del armario desdibujaba las hebras del crochet de la colcha que alguna vez fue blanca y que hoy era color hueso, como las canas de doña Dorita antes de morir.
El pastor le dio la extremaunción; eso le dijeron, porque ella no asistió al funeral. La imaginó tendida en la cama, lívida y frágil, con los dedos enredados en el edredón tejido por ella misma con paciencia infinita. Ximena se miró las manos y notó que sudaba, temblorosa. Las frotó sobre su chaleco, tratando de despercudirse los recuerdos que la bombardearon: su abuela arrodillada frente a la sotana alzada mientras el cura eyaculaba sobre ella, afirmándola de sus cabellos amarillentos.
Las arcadas llegaron como un terremoto. Ahora recordaba el origen de su miedo: la presión de esa misma mano en su nuca, el olor a lavanda y colonia inglesa de la tela negra golpeando sobre su cara y la acidez pegajosa de lo que el maldito llamaba “semilla divina” sobre su trenzado pelo de niña.