La escritora Lilian Flores Guerra obtuvo una de las menciones honrosas del prestigioso concurso de cuentos Teresa Hamel, organizado por la Sociedad de Escritores de Chile SECH, en su versión 2021.
El cuento, que lleva por título «Ojos de olas claras», de acuerdo al jurado, «sumerge al lector en el mundo de las parejas destruidas y regeneradas, donde la muerte de una conduce al nacimiento de la otra, involucrando la compleja integración de aquellos que son testigos impotentes frente a la pérdida del amor de una pareja: los hijos».
Lilian Flores Guerra es autora de seis libros de narrativa y poesía, entre los que destacan la colección de cuentos «Sueño Lejano» (2020), la novela histórica «Capello» (2018) y La saga infanto juvenil «Las Aventuras de Amanda y el Gato del Pirata I y II» (2013 – 2016). Anteriormente ha obtenido el Premio Municipal de Literatura de Santiago (2017, género juvenil), el Premio Poesía en Viaje (2020, poema «29 de marzo») y cuatro Fondos del Libro.
Ojos de olas claras
Lilian Flores Guerra
Mención Honrosa
Concurso Teresa Hamel 2021 – SECH
A veces veo su rostro en las fotos de otras niñas. Sus ojos de olita clara, grandes, abiertos hasta el infinito; su pelo fino escapando de la cola de caballo para jugar con el viento. Su sonrisa llena, a la que le faltaban los chocleros.
Yo no tuve hijos y no sé si quería tenerles. Sentí un par de veces el llamado, ese retorcimiento de tripa y útero cuando parece que es el cuerpo el que quiere reproducirse. No fue que no le diera importancia. Una vez, cuando tenía treinta años, dejé de carretear pesado porque el vientre me estaba zapateando y sabía que necesitaba un año para limpiar mi organismo antes de gestar una vida. No se dio. El compañero me miró con desprecio cuando le propuse chantarnos. “Te vai a volver una vieja fome”, creo que dijo. Capaz que hasta le haya agregado el “culiá”, pero fue hace tanto que ya no me queda resentimiento para inventarle palabras que quizás no haya dicho. Al año ya habíamos terminado.
Como sea, vi por primera vez a la Amaranta cuando mi pareja la llevó unos días a la casa de mis papás en Pichilemu. Vivíamos juntos hacía unos cuatro años, y hasta entonces yo no había conocido a sus dos hijos. Sabía de sus existencias, claro, si hasta regalos para navidad les mandaba. “Di que son de una compañera de trabajo”, le sugería al ver su cara de complicación. Según él, la mamá era muy atravesada y podía armar un escándalo. Me carga que un gesto lindo termine en un mal rato, y como mi intención no era esa trataba de no hacerme atado.
Llegaron un martes a la hora de almuerzo. Yo estaba muy nerviosa con este encuentro. No soy mala onda con los niños, pero tengo un carácter seco, poco cariñoso, y me daba susto no generar un lazo con la pequeña. Tontera, ya que me llevo re bien con mis sobrinos y hasta del cuello se me cuelgan los más chicos. Pero en ese momento le pedí ayuda a toda mi familia, hasta a mi prima parvularia que pasaba sus vacaciones en la casa, para salir airosa y empezar de la mejor manera la relación con la niña.
Todos se portaron muy bien con ella. Mi mamá le contaba pormenores del matrimonio de mi hermano menor, que había sido un par de meses atrás en la misma playa, a escasas dos cuadras, una ceremonia linda en la que el padrino casi se quemó con las antorchas porque tenían bencina en vez de parafina blanca. “Los pescados hacían el coro”, agregaba mi papá, y ella se reía con la viveza de sus ocho años. Yo me mantenía a cierta distancia de mi pareja, para no generarle a ella algún desconcierto, y trataba de mantener el equilibrio entre atosigarla con atenciones o ignorarla. Había pasado días preparando una pieza para ellos dos, y cuando fue el momento la llevé para mostrársela y que acomodara sus cosas. “Elige la cama que quieras”, le propuse, y ella se dirigió a la que estaba más cerca de la ventana, se sentó sobre la colcha y me miró sonriente, sin desconfianza. Sentí en ese momento que había esperanza.
Los cuatro días pasaron rápido. Con mi prima los invitábamos a bajar a la playa con nosotras, pero siempre les pedimos que se sintieran libres para hacer lo que quisieran. No solo era el momento de que me conociera a mí; eran escasos los días que la niña pasaba con su padre a lo largo del año, y me importaba que pudieran estar a solas y fortalecer su vínculo.
También ellos me convidaron a algunas de sus salidas. Una vez fuimos a los juegos mecánicos; necesité valor para vencer el miedo a las alturas y subirme a la rueda. Sé que grité harto, pero creo que no hice el loco. O no por mucho rato. En otra oportunidad partimos de noche a las rocas, terreno en el que me sentía más a gusto ya que había pasado todos los veranos de mi niñez sobre las superficies escarpadas.
-¿Qué es eso? -apuntó a una luz titilante en el oscuro horizonte.
-Debe ser un bote de pescadores.
Nos quedamos un rato observando las estrellas. El papá se puso a buscar piedras de formas especiales y nos dejó solas unos minutos. Yo le mostré a la Amaranta las pocas constelaciones que conozco, y en el aire ella dibujaba las formas con el índice extendido. Le conté que a su edad tenía dos amigas, la Lorena y la Eugenia, y que cada una había elegido su estrella favorita entre Las Tres Marías.
-¿Cuál es la tuya? -preguntó cuando pudo localizarlas.
-La de arriba a la derecha. Se llama Mintaka.
-A mí me gusta la más brillante.
-¿La del medio? -la miré para ver cómo asentía con la cabeza-. Esa es Alnilam. Es la más grande.
-Empieza con A.
-Verdad, igual que Amaranta.
Quedó contenta con el descubrimiento.
Al día siguiente hicimos un asado a modo de despedida. Los dos papás se dedicaron a hacer el fuego y preparar la carne, mi mamá las ensaladas. Con mi prima y la niña nos pusimos a picotear y conversar ya que no había más. Yo miraba con admiración cómo mi prima acariciaba a la Amaranta en su carita, en el pelo, y me preguntaba si algún día sería capaz de entregarle cariño con esa naturalidad.
La sobremesa se extendió, como suele pasar en este grupo familiar. Me daba gusto ver a la niña riendo y levantando su vaso con Fanta para chocar las copas de vino y hasta proponer un brindis por el gato, que le encantaba. Mi mamá salió a buscar a la parrilla un trozo de carne que había dejado para que terminara de asarse y volvió con cara de circunstancia.
-Chiquillos, los buscan -dijo mirando a mi pareja y a la niña-. Pase.
-Permiso, buenas tardes, provecho.
Una mujer de bien mantenidos sesenta años saludaba desde la puerta. Reconocí a la abuela materna de la niña, a la que una vez había visto por un encuentro casual con mi pareja en un mall. Me ubicó entre los contertulios y me saludó. “Ya nos conocemos”, dijo sonriendo cuando mi mamá nos presentó.
La Amaranta estaba descolocada. La miré de reojo y pensé que tal vez se sentía culpable por haber sido sorprendida pasándolo bien en la casa de “esa mujer”. Mi pareja parecía no saber dónde meterse.
Mi mamá, que no carece de labia, salvó la situación conversando con la señora, que se deshacía en disculpas por interrumpir el momento. “Es que echaba tanto de menos a mi niñita, si ella es mi adoración”. Explicaba el motivo del súbito viaje desde Linares con su esposo, que la esperaba en el auto, entre las indicaciones que le daban mis papás sobre cabañas para pasar esa noche, ya que se quedarían hasta el día siguiente.
-Si no encuentran nada, acá tenemos piezas desocupadas -propuso mi mamá con una sonrisa y mucho aplomo.
Se fue la señora, pero estaba roto el encanto. A los pocos instantes la niña pidió permiso y desapareció en su pieza.
***
-¡El gato se está comiendo una zanahoria! -llegó a decirme al día siguiente la Amaranta antes de que su abuela los pasara a buscar para irse a Linares.
Salí con ella a mirar y efectivamente el gato, que ya era viejo y su única gracia era ponerse en pose para que lo admiraran, jugaba arriba de una banca con una zanahoria. La niña estaba preocupada de que se la comiera y se enfermara, pero me quedé con ella observándolo para asegurarnos de que no lo hiciera. Al poco rato pareció quedarse dormido usándola como almohada, y fuimos en silencio a buscar mi celular para sacarle una foto.
Tres años después volví a verla. Estaba mucho más alta, igual de flaquita. “Estás muy linda, Amaranta”, le dije al saludarla. No hubo beso, menos abrazo. No miró al gato. Mi ex pareja sacó las últimas cajas que le quedaban por llevarse y se fueron casi de inmediato. “Me dio gusto verte”.
Ella me miró con seriedad unos instantes y esbozó una pequeña sonrisa en sus ojos de olas claras.