él salía de la casa a pesar de todos sus ruegos. No vayas, un día de éstos te van a salir tomando preso, te va a llegar una bala, pero a él no le intimidaba ningún tipo de proyectiles, ni toda su cobardía y varias veces hasta me llevó a mí. Nos confundíamos entre la gente que llevaba claveles rojos en las manos. Su mano enorme sosteniendo la mía. Y yo me sentía tan seguro, grande y libre. Yo no sabía por qué los que estaban en ese lugar gritaban tanto. Yo le hice una pregunta, y lo recuerdo porque un rato después nos encontramos con el tío Caco, comimos un sándwich en una fuente de soda y le contó lo que yo le había dicho: Papá, ¿por qué toda esta gente grita que quiere libertad? Él se puso serio, solemne, se agachó frente a mí y empezó a acomodarme la bufanda, después de un breve silencio me contestó: Porque cuando uno no es libre no puede amar ni ser feliz. ¿Qué tendrá que ver el amor con la libertad?, recuerdo que pensé unos años después cuando me acordé del suceso. Reconozco que la respuesta hasta el día de hoy me atormenta.)
¿Cómo sortear todos los riesgos a los que nos enfrentamos día a día de manera responsable?, me pregunta. Primero que nada, tomando precauciones, pero ¿qué pasa si eso no es suficiente? La vida hoy en día pone trampas, trata de sorprenderlo a uno con pequeñas desgracias. ¿Qué pasa si una catástrofe viene a desbaratar los planes propios y el futuro de la familia? Al contratar un seguro de vida, en el fondo estarás solucionando el grave problema económico que una situación inesperada pudiera demandar. Por un porcentaje mínimo mensual del presupuesto familiar, estarás proporcionándole tranquilidad y seguridad a los que quieres, evitando que por un imponderable se vean obligados a postergar o, simplemente, a olvidar sus sueños. (Un día mi padre me mostró un libro, tenía escrito en la portada en letras doradas: “Patrimonios de la Humanidad”. Me mostró las imágenes que llevaba dentro, fotografías de los lugares más sorprendentes de esta Tierra estaban ahí. Me dijo: elige un lugar. Escoge el lugar del mundo al que te gustaría que te llevara. Yo no supe qué responder. Había tantos paisajes en esas páginas, tantas imágenes maravillosas capturadas ahí. La Plaza San Marcos de Venecia. Los moai de Rapa Nui. El Coliseo romano. Las Pirámides de Egipto. Cada uno de esos destinos parecía tan inmenso e inalcanzable. Tan irreal. Yo lo miré asustado, tenía sólo ocho años y no sabía qué responderle. Él me preguntó de nuevo, dime cuál, y te prometo que algún día te llevo. En ese tiempo él estaba convencido de que los deseos siempre se cumplían, ten cuidado con tus deseos, hijo, me decía, prepárate porque tarde o temprano se hacen realidad. Apunté la Gran Muralla China. Me dijo que había sido una elección muy inteligente porque la Muralla China era uno de los lugares más imponentes de la Tierra. Es el único monumento construido que puede verse desde la Luna. ¿Lo sabías? No, yo no tenía idea, pero quise estar ahí en ese mismo momento. ¿Por qué no podemos ir ahora?, le pregunté. Porque primero tenemos que recuperar la libertad, me respondió, y no te preocupes porque ese día va a llegar muy luego, en poco tiempo más las cosas van a cambiar y conocer las maravillas del mundo no será privilegio de unos pocos, sino el derecho que todos tenemos sobre este mundo, es sólo cuestión de tiempo. Esa noche tuve un sueño. Soñé que mi padre me tomaba de la mano y nos íbamos a un mitin, como le llamaba él, y nos perdíamos entre la gente. Había multitudes en las calles, de pronto había que correr porque había hombres gigantes que nos venían persiguiendo y querían aplastarnos con chorros de agua, nos subíamos a una micro larga, linda, que nos dejaba a mí y a él frente a la Muralla China. ¿Viste?, me decía. Sólo había que desearlo. Cuando uno desea algo con fuerza lo más probable es que se cumpla. Entonces yo deseaba ser grande y empezaba a crecer y de un paso subía sobre la muralla, él también crecía, me alcanzaba y corríamos por el borde haciendo equilibrio con los brazos abiertos, sin caernos y riendo y la muralla comenzaba a elevarse hasta el cielo, tan alto que alcanzaba la Luna. Mi padre y yo estábamos de pronto en la Luna, desde allí se veía la Tierra azul, redonda, y se divisaba claramente la muralla, que se veía blanca como un gusano que se retorcía entre las montañas. ¿La ves, hijo? Sí, papá, desde aquí la puedo ver. Y el viento lunar le movía los cabellos negros a mi padre que se reía, entonces me tomaba de la cintura, me elevaba y me besaba la frente: todo el universo giraba en torno a ese beso. Luego me subía a sus hombros y empezaba a correr conmigo, saltando alto, muy alto, luego cayendo con vértigo y mariposas en el estómago y tocando una melodía en el clarinete tan dulce que los átomos chocaban frenéticos como miles de partículas de felicidad.)
Es en los niños en los que tenemos que pensar al momento de proyectarnos, siguió, y de tomar determinaciones importantes, ellos son los que tendrán que enfrentar el mundo el día de mañana. ¿Qué pasa con la formación de nuestros hijos cuando se ven enfrentados a la triste desaparición de uno de sus padres? En el fondo, el único legado que podemos dejarles es la educación. Lamentablemente cuando el padre sufre un siniestro, fallece o padece invalidez, la cónyuge debe hacerse cargo sola de un hogar que tambalea y muchas veces, no está preparada para asumir esta responsabilidad. (Mi madre. Mi madre riendo. Mi madre llorando sobre la cama en silencio y con la puerta cerrada. Yo jugando a las escondidas en el comedor, tratando de sorprenderla bajo la mesa para que me regalara una de esas carcajadas con las que solucionaba todo. Mi madre entrando al comedor sin saber de mi escondite y soltando el llanto sin contenerse. Mi madre tomando el mantel con las dos manos y tirándolo. El florero reventándose en el suelo, mi madre agachada, levantando los restos. Mi madre gimiendo y riéndose a carcajadas. Yo traicionándola una vez más. Frente a este hombre extraño que me dice la compañía a la represento tiene el placer de ofrecerte la posibilidad de vivir y disfrutar de la vida con la tranquilidad que otorga tomar decisiones inteligentes. La Muralla China, papá. Detiene su discurso aprendido. ¿Qué? ¿Ya no se acuerda de la Muralla China? ¿Qué muralla?, me pregunta, por supuesto, por una cantidad mínima extra este seguro cubre el adicional por invalidez accidental. Entonces la certeza es clara, no una alucinación. La prueba es irrefutable: mi padre, mi verdadero padre no se hubiera olvidado nunca de su promesa de llevarme a conocer la Muralla China. Es definitivo: este hombre que insiste en venderme un seguro que no entiendo qué mierda es lo que cubre, no es mi padre. Es el impostor. El mismo de esa tarde del cine. Pero yo ya no soy el tonto que se ha tragado las ganas de llorar desde ese día. Ya no soy el mismo de la sala de cine. Ahora soy fuerte y he crecido. Tengo mi trabajo, nunca nadie me regaló nada: soy dueño de una casa de revelados fotográficos y tengo una familia linda, sólo que a punto de venirse al suelo. Muchos opinan que la hice, que gracias a mi esfuerzo constante he tenido éxito, y voy a abrir una sucursal, por eso tengo la posibilidad de comprar y pagar no uno, sino diez, veinte seguros de vida contra incendio, robo y hasta contra meteoritos si quiero. Hoy, puedo gastar mi plata en todo lo que quiera, y agarrar a mi cabro chico y llevármelo a recorrer la Muralla China de punta a cabo, hasta las Pirámides de Egipto si me da la gana. Ya no soy ese pendejo que un día descubrió que le habían arrebatado al padre, que seguramente esos agentes a los que mi madre les tenía tanto miedo le habían hecho una emboscada y se lo habían llevado. Esos hombres lo torturaron y lo arrojaron desde un helicóptero al mar para que nunca más saliera a flote. ¿Qué te pasa, hijo? Detiene su disertación y me pregunta, ¿estás llorando? Y me descubro los ojos sin vergüenza. Usted no es mi padre. ¿Qué?, me dice. Usted no es mi padre. Me mira a los ojos sin entender. Usted es un impostor y me va a responder ahora mismo, dónde está ese hombre que un día me prometió llevarme a conocer la Muralla China. A ver, cálmate, parece que no estás bien. Claro que estoy bien, ustedes no van a confundirme. Pare con este show y dígame dónde lo tienen. ¿De qué show me estás hablando? Del que ustedes montaron para hacernos creer a mí y a mi mamá que mi viejo estaba vivo, que no está desaparecido ni muerto. Ustedes se lo llevaron y nos dejaron esta fotocopia marengo para que no preguntáramos dónde lo tienen. ¿Dónde está? Respóndame, por la cresta, ¿dónde está? Hijo, no entiendo. ¡Yo no soy su hijo! Y la rabia me hace golpear la mesa y ponerme de pie. Yo no tendría un padre como usted. ¿Dónde está mi papá? ¿En qué cuesta lo tiraron? ¿En qué lugar del mar lo arrojaron? Tomo un cuchillo de la mesa y lo aprieto contra su estómago y juro que se lo entierro si no contesta. Sus ojos me miran suplicantes. Entiende, estás diciendo cosas sin sentido, tranquilizate. Qué me importa a mí que nos mire la gente, usted es el impostor. Y con la otra mano lo tomo por el cuello con fuerza para que no se escape. ¿Creyó que me iba a engañar? Mi papá no se parecía en nada a usted, señor, él era un hombre de verdad, un músico, un artista, quería grabar un disco en un sello profesional, por eso se juntaba con el tío Caco en la casa, se encerraban en el escritorio horas y horas mientras mi madre aprovechaba de salir de la casa para hacer compras para no molestarlos, por eso me dejaba dicho que por nada del mundo entrara al escritorio y los interrumpiera, mucho menos cuando dejaran de tocar. Pero un día, óigame bien, señor, un día de mierda, no escucho ni el clarinete ni el violín y se me ocurre desobedecerle a mi mamá y entrar despacito al escritorio esperando que mi papá me sonría y me siente sobre sus rodillas y en vez de verlo a él revisando partituras, lo que veo son sus camisas enredadas, las manos del impostor desordenando el pelo del tío Caco, las piernas entrelazadas restregándose frenéticas, desesperadas y un beso. ¿Entiende? Un beso. Entierro el cuchillo en su estómago y la sangre salpica el mantel blanco. ¿Entiende lo que le digo, señor impostor? Estoy hablando del beso. Del beso del tío Caco, de sus labios y su lengua y sus dientes. Y cargo el cuchillo aún más, lo entierro en su carne fofa y lo subo con fuerza hacia su pecho, el impostor se retuerce, es débil y cobarde y no puede defenderse. Sus ojos desorbitados quieren salirse de sus cuencas, regurgita sangre por la nariz y sus cómplices, los mozos del local ni siquiera intentan detenerme, mientras, yo entiendo que mi madre sabía todo lo que pasaba en ese escritorio y los tres me habían usado de pantalla. Y la lengua del impostor y la del tío Caco se retuercen como dos gusanos en un gran beso, con los ojos cerrados, tan cerrados que ninguno de los dos puede descubrirme.)
¿Qué pasa, hijo?, detiene su disertación y me pregunta, estás llorando. No. Nada, papá, le contesto, estaba pensando en Bruno. En él y en que sí, tiene razón, es buena idea contratar un seguro.
Entonces mi padre llena un formulario celeste. Veo su caligrafía fina deslizarse sobre el papel, escribiendo con sus palabras lo que soy y lo que tengo. Si es su letra o no, no tengo certeza, cómo saberlo si ya no la recuerdo. Me hace llenar unas hojas y me dice te felicito, has tomado una determinación responsable y muy inteligente, no te vas a arrepentir. Bruno te lo va a agradecer. Eso espero, le respondo. Le doy unos segundos, me muerdo el labio y me atrevo a preguntarle: ¿Sigue tocando el clarinete, papá? La pregunta hace que su gesto afloje y tenga un destello de juventud, algo de esa luz que un día tuvo. ¿El clarinete? A veces. Cuando tengo tiempo. Con los años uno deja de hacer ciertas cosas y se olvida de otras.
Firmo varias hojas del formulario. Mi firma es rotunda. Después de ella imprimo con fuerza un punto final. Le entrego el documento y ya es hora de irme. Bruno está en cama y me necesita. A pesar de todo, Magda también. Son los cambios de temperatura y la contaminación, aventura, anda tanto virus nuevo en el aire. Durante la semana te van a llamar de la compañía para darte el visto bueno, para mandarte el original de tu póliza y entregarte el valor exacto de la prima que te van a descontar todos los meses de tu tarjeta de crédito. Dejo unos billetes sobre la mesa y le pido que él pague la cuenta. Son muchos más billetes de los que necesita. Me pongo de pie y le doy la mano. Él también lo hace, me acerca la cara y me da un beso en la mejilla. El mundo se detiene por un segundo. El universo entero gira en torno a ese beso. De pronto la Luna, la Muralla China. ¿No andas con paraguas?, empezó la lluvia, me dice indicando la ventana. Sí, le respondo, aquí lo tengo. Cuídate, hijo, abrígate el cuello, saludos a Magda y que el niño se mejore, llámame un día de éstos, me encantaría conocerlo. Sí, claro, le respondo. Le doy las gracias y cuando tomo mi portafolios para salir, me detiene. ¿Y tu madre?, me pregunta, ¿cómo está tu madre? Bien, le respondo, ella está bien. Qué bueno, mándale cariños, dile que siempre me acuerdo de ella.
Salgo a la calle y afuera está lloviendo. Me cruzo el abrigo dispuesto a confundirme con el resto de la gente que cruza y cruza las calles para llegar a refugiarse a sus casas. Con la mirada busco un taxi que me lleve lejos de ahí. Sin pensarlo mucho lanzo el paraguas en el primer tarro de basura que encuentro. ¿Para qué quiero paraguas? Para qué quiero uno si ya no creo en ellos.