Allende, de Carlos Tromben
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No conocí a Allende, al menos no de primera fuente. No escuché sus discursos inspiradores, ni caminé en las columnas junto al Doctor cuando recorría las calles rodeado de su gente. Nací cuando la bota militar ya oprimía las gargantas y desangraba familias, decir su nombre era invocar un peligro y la UP era un recuerdo borroso que muchos pugnaban por eliminar de sus registros para evitar delaciones o caer en una comisaría por un dato maliciosamente provisto.
En los libros de historia de mi escuela con número su período estaba proscrito, y eran la Junta y sus capas grises las que adornaban los muros de las oficinas públicas.
Fueron mis últimos años de liceo los que vieron surgir en fotografías blanco y negro ese rostro de bigote y lentes de marcos gruesos, su voz cadenciosa, la promesa de que algún día se abrirían las Alamedas. Mi juventud vio tejerse la leyenda con ribetes casi mesiánicos del gobernante que dio la vida por un sueño, del estadista cuyo nombre enarbolaban plazas y calles en el mundo entero. Y mi adultez se encuentra ahora con los mismos sectores que prometieron nunca más interrumpir la tradición republicana reconociendo que si pudieran lo harían de nuevo.
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